Mi barrio no tenía aceras. En verano se levantaba una inmensa polvareda en la explanada en que los niños jugaban al fúbol. Además, tenía la ventaja de que se podía jugar a las chapas. Desde mi ventana contemplaba, en aquellas tardes de verano, las carreteras llenas de curvas que habían construido los chavales para correr con sus chapas de coca-cola, de cerveza mahou, de pepsi, de mirinda...
En el invierno podíamos jugar al clavo y la mayor diversión era ir pisando charcos con nuestras botas de agua. Seguro que todos conservamos, en algún rincón de nuestra memoria, la visión de aquellas botas azules llenas de barro.
El bienestar se cargó nuestros caminos trillados y empezó a echar hormingones y tímidas aceras. Los charcos no nos abandonaron porque aquellos obreros no debieron usar muy adecuadamente los niveles.
Aquellos nuevos charcos ya no nos hacían tan felices porque empezabamos a usar nuestros primeros zapatos de tacón. Aquellos tacones resbalaron más de una vez en las agrietadas aceras.
¡Qué lejana aquella España de capital! Era un suburbio más parecido a poblado de chabolas, pero qué felices años de infancia entre colegio y amigas que llevaban coletas con lazos, apestando a sueños y colonia Nenuco.
viernes, 18 de diciembre de 2009
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